martes, 23 de junio de 2009

Origen y trayectoria de la sociología latinoamericana

Ruy Mauro Marini

Empezaremos esta exposición planteándonos una pregunta: ¿qué repre­senta la sociología en el proceso del pensamiento humano? esperando que ella nos dé un buen punto de partida para indagar sobre el surgimiento y desarrollo de la sociología latinoamericana, así como de sus perspectivas.
Lo primero a considerar es que la sociología sólo puede surgir en cierto tipo de sociedades, en que se dan determinadas características. Más que es­to, ella es una expresión particular de cierta línea de pensamiento, cuya esencia consiste en ser una reflexión sobre las estructuras y procesos que es­tablecemos en el marco de convivencia social, vale decir, en el marco de nuestras sociedades. En su dimensión más amplia, esa reflexión parte de concepciones totalizadoras, como lo fueron la economía política clásica o la teoría social del siglo XVIII, para arribar, más tarde, a ciencias especiales, como lo son hoy la economía y la ciencia política, entre otras, así como, desde luego, la sociología.

Sociología y capitalismo

Las distintas sociedades que registra la historia antes del advenimiento del capitalismo correspondían a formas sociales más simples, basadas en una estructura de clases poco diferenciada y muy estratificada, que se ex­presaba en sistemas políticos centralizados y autocráticos. Pensemos en los regímenes teocráticos o feudales y, en general, en sociedades cuya produc­ción era asegurada por relaciones esclavistas o de servidumbre. Desde lue­go, en el sostenimiento de esos sistemas de dominación, desempeñaba pa­pel destacado el uso de la fuerza. Pero no hay régimen que se sostenga só­lo a base de ésta: las clases dominadas tienen que ser, también, persuadidas de que su sujeción se debe a razones superiores, que trascienden intereses y motivaciones individuales para responder a factores de carácter más gene­ral. En otras palabras, la dominación de clase debe presentarse siempre co­mo la expresión de algo necesario y, en cierta medida, natural.
Cuanto más desarrollada es la sociedad, cuanto más se diferencian y se contraponen los intereses de clase, tanto más necesario persuadir de ello a las clases dominadas, so pena de que se verifique allí un estado permanen­te de guerra civil, latente o abierta, que a la larga haría imposible el mante­nimiento del orden social. En comunidades más simples, como las que mencionamos antes, se tiende a recurrir, en este sentido, a lo sobrenatural, privilegiando a la religión, o a diferencias evidentes, de carácter racial o cul­tural. En organizaciones sociales más complejas, el razonamiento se sofisti­ca y aspira a presentarse como ciencia.






Ello se observa ya en situaciones en que se produce una marcada dife­renciación social y un cierto desarrollo mercantil, aunados a la expansión imperialista, como en la Grecia antigua. La agudización de los conflictos sociales estimula allí una reflexión sociológica cada vez más especializada, que producirá algunas obras maestras, pasando por los sofistas que se pro­ponían descubrir la razón de esos conflictos y suprimirlos en beneficio de la clase dominante. Aunque se trate de una construcción ideal, como La Re­pública de Platón, donde se identifican los segmentos que forman la socie­dad y se busca articularlos armónicamente en un sistema corporativo, o de una investigación comparada, como la Política de Aristóteles, que toma a las clases y su interacción como eje del análisis, en la perspectiva del equi­librio y la armonía social, se está siempre en presencia de una teorización encaminada a asegurar o transformar un orden de cosas determinado, a partir de un punto de vista de clase.
Ello se dará con más razón aún cuando el capitalismo, rompiendo el or­den feudal, pase a conformar Estados nacionales. Estos corresponden a so­ciedades de clases altamente complejas, cuya lógica -aunque consagre la dominación de unas sobre otras y repose siempre en la fuerza- es la de re­currir crecientemente a los mecanismos económicos y a la persuasión ideo­lógica como resortes de dominación. En la medida en que el capitalismo se consolide, la burguesía tratará, por un lado, de asumir el monopolio abso­luto del poder político y, por otro, de afirmar su hegemonía sobre la clase obrera y demás sectores sociales. La economía política -que emerge como ciencia con William Petty, en In­glaterra, y con Boisguillebert, en Francia, a fines del siglo XVII- cumplirá esa doble tarea. La burguesía se valdrá de ella para atacar a la vieja clase terratenien­te, que mantenía su presencia en el Estado, empezando por proclamar el ca­rácter parasitario de ésta, al sostener, con los fisiócratas, que la tierra es la úni­ca fuente de riqueza. El creciente predominio de la industria, a partir del últi­mo tercio del siglo XVIII, la llevará luego, con Adam Smith y David Ricardo, a postular al trabajo como el factor determinante en la de creación de riqueza.
Sin embargo, progresivamente, la economía política irá siendo arranca­da de las manos de la burguesía hasta llegar a convertirse en una crítica del capitalismo, vale decir, del sistema que consagra la dominación burguesa. Partiendo de la valorización teórica del trabajo y acompañando el proceso de desarrollo y organización del proletariado, intelectuales como Sismondi, en Francia, y Owen, Thompson y Bray, en Inglaterra, procederán a abrir grietas en la economía política burguesa. Marx se encargará de asestarle el golpe final, con su obra principal: El Capital, subtitulada justamente: Crí­tica de la economía política.
La sociología se planteará, hacia la tercera década del siglo XIX, como reacción a ese proceso. Tildando a la economía política de ideología, se preo­cupará de oscurecer ciertos aspectos de la realidad y centrar el análisis en la dinámica social, desconociendo en lo posible los procesos materiales concre­tos en que esta se basa. Su fundador, Auguste Comte, aunque sin deslindar todavía enteramente sociología y filosofía, proclamará al orden social bur­gués como el orden en sí, un organismo perfectible pero inmutable, expre­sión definitiva de lo normal, contra el cual toda acción contraria sería indi­cativa de una desviación, es decir, una manifestación de tipo patológico.
Profundizando en esa dirección, Émile Durkheim tomará a ese orden como el objeto en sí de la sociología y la dotará de un método particular, completando así su constitución como ciencia especial. La investigación so­ciológica deberá fundarse esencialmente en la observación empírica de los fenómenos sociales, tomados en tanto que cosas, cuya frecuencia determi­na su carácter normal o patológico. Con ello, se descarta a la revolución, que pasa a la categoría de enfermedad social. Posteriormente, bajo la in­fluencia de Darwin, Herbert Spencer enfatizará en la nueva disciplina las nociones de evolución y selección natural, que consagran la tesis de la supervivencia de los más aptos, proporcionando a la competencia capitalista la justificativa que ella requería.
[1]

El pensamiento social latinoamericano
La sociología así constituida llega a América Latina en la segunda mitad del siglo XIX. Para entonces, esta había promovido ya su independencia res­pecto a las metrópolis ibéricas y se empeñaba en la formación de sus Estados nacionales. Bajo la dominación colonial, la región no había estado en condi­ciones de producir ideas propias: las importaba hechas de la metrópoli, ya sea absorbiendo las que le aportaban los intelectuales que de allá provenían, ya sea enviando a sus hombres cultos, sus letrados, para que se adueñaran de ellas. Esto no cambia mucho en el primer siglo de vida independiente.
En efecto, insertándose progresivamente en la división internacional del trabajo que Ja revolución industrial propiciara, las nuevas naciones latinoa­mericanas se dedicarán a producir bienes primarios -materias primas y ali­mentos— para la exportación, al tiempo que importan desde los centros avanzados las manufacturas que necesitan para su consumo. La ciencia y la tecnología implícitas en el proceso de producción industrial quedaban fue­ra de su alcance, del mismo modo que la filosofía y las ciencias sociales que estudiaban sus fundamentos y sus resultados. Se consumían ideas como se consumían telas, rieles y locomotoras. En las sociedades dependientes de América Latina, ser culto significaba estar al día con las novedades intelec­tuales que se producían en Europa. La estatura de nuestros pensadores se medía por su erudición respecto a las corrientes europeas de pensamiento y a la elegancia con que aplicaban las ideas importadas a nuestra realidad.
Ese pensamiento imitativo y reflejo
[2] derivaba de las condiciones materiales en que se reproducían nuestras sociedades, pero se ajustaba perfecta­mente a las necesidades de nuestras clases dominantes. Así fue como abra­zaron al liberalismo, dado que éste les proporcionaba la justificación ade­cuada al ciclo de reproducción del capital que constituía la base de su pro­pia reproducción como clase: constituidas por terratenientes y comercian­tes, esas oligarquías encontraban en el intercambio de materias primas por manufacturas su razón de ser económica. De allí a admitir el carácter nece­sario de la forma que asumía entonces la división internacional del trabajo y a proclamar como natural la vocación agraria de nuestros países no ha­bría sino un paso.
En el plano político, sin embargo, el liberalismo se adaptaba mal al ca­rácter de la organización nacional. Esencialmente oligárquico, el sistema de dominación excluía a la mayor parte de la población; paralelamente, expresando la dominación de oligarquías más poderosas sobre las demás, cristalizaba en un Estado altamente centralizado. De Argentina a México, el régimen político, una vez estabilizado, no diferiría mucho. El constitu­cionalismo portaliano chileno de los años treinta no era esencialmente dis­tinto al Estado porfirista mexicano del último cuartel del siglo, y ambos tenían mucho en común con la monarquía brasileña, pese a la base escla­vista en que ésta se apoyaba. El mayor o menor desarrollo económico fa­vorecería, aquí y allí, cierta diversificación social e introduciría grados va­riables de flexibilización en la vida política, sin poner en jaque su carácter oligárquico.
Sin embargo, los intelectuales nativos no podían dejar de observar las diferencias que ese tipo de organización social presentaba respecto a las so­ciedades europeas, así como a la estadounidense, y de experimentar por ello cierta angustia. Pero, intelectuales orgánicos de la oligarquía, más que de entender, se preocuparán de justificar el orden de cosas del cual ellos tam­bién se beneficiaban. El positivismo, con sus nociones de ciencia, evolución y patología social, así como el injerto racista que no tardó en recibir, les proporcionó el instrumento que necesitaban.
En efecto, esos países, a vueltas con una significativa población indíge­na o negra, no hesitarían en achacar al mestizaje los males de su retraso so­cial, político y cultural, llegando a hacerlo, a veces, de manera extremada­mente brutal.

Impuros ambos [decía Bunge, refiriéndose por igual a mestizos y mulatos], ambos atávicamente anticristianos, son como las dos cabezas de la hidra fa­bulosa que rodea, aprieta y estrangula, entre su espiral gigantesca, una her­mosa y pálida virgen: ¡Hispano-América!
[3]
El remedio propuesto para hacer frente al problema variaba. Habrá los que, como Ingenieros, se montan en un pragmatismo cínico para afirmar:
Cuanto se haga en pro de las razas inferiores es anticientífico, a lo sumo se les podría proteger para que se extingan agradablemente, facilitando la adaptación provisional de los que por excepción pueden hacerlo
[4]
Otros, aunque sin ocultar su desprecio y hasta su odio por los excluidos, se inclinarán hacia la autoflagelación, puniéndose por cargar con esa maldi­ción, ese pecado original de pertenecer a naciones mestizas. No sorprende que, en la literatura de Ja época, abunden títulos como Manual de patología política (1899), del argentino Agustín Álvarez; El continente enfermo (1899), del venezolano César Zumeta; Enfermedades sociales (1905), del argentino Manuel Ugarte, y Pueblo enfermo (1909), del boliviano Alcides Arguedas.
Respuesta menos desesperada es la que plantea a la educación como ins­trumento capaz de rescatar a la nación y acceder a la cultura, como lo hizo Lastarria en Chile, Rodó en Uruguay —dando origen a una corriente culturalista más optimista en toda la región, el arielismo-, Justo Sierra y Antonio Caso en México. O la que ve en la inyección de sangre blanca, vale decir la inmigración europea, la posibilidad de superación de la inferioridad congénita de nuestras naciones. Esta tesis, que encontramos ya a mediados del si­glo en Alberdi o Sarmiento,
[5] desaguará en la exaltación del mestizaje, expresándose en versiones ya de derecha, como la del brasileño Raimundo Nina Rodrigues y su tesis relativa al "blanqueamiento" de la raza, ya de izquierda, como la del mexicano José Vasconcelos y su concepto de "raza cósmica".
Contados son, empero, los autores que tratan de descubrir en la pobla­ción misma cualidades y recursos merecedores de admiración y precursores de un futuro mejor para nuestros países. Es, por ejemplo, el caso de Ma­nuel González Prada, quien rechaza con energía la noción de "raza inferior" aplicada al indio peruano, destacando sus potencialidades (línea que reto­mará sobre todo Mariátegui). Es también el de Euclides Da Cunha, quien, en su estudio sobre la rebelión de Canudos, en el noreste brasileño, en el viraje del siglo, parte del análisis de las condiciones geofísicas hostiles del sertón para destacar la notable capacidad de adaptación de sus habitantes, es decir, los mestizos y mulatos tan despreciados por Bunge: "el sertanejo es antes que nada un fuerte".
Menos aún serán los pensadores, que desechan, de partida, a la ideolo­gía racista en la reflexión sobre sus países. Así, Alberto Torres, en su libro El problema nacional (1914), buscará la explicación de las especificidades brasileñas en la historia, las estructuras políticas y la cultura nacional, antes que en la sangre o el color de la piel. Y José Martí, con el idealismo y ente­reza que lo caracterizan, afirmará sin rodeos: "No hay razas: hay sólo mo­dificaciones del hombre".
[6]
La institucionalización de la sociología
Los años veinte implican, para América Latina, cambios en todos los planos de la vida social. Enmarcados en el contexto de la prolongada crisis capitalista, que desorganiza el mercado mundial basado en la división sim­ple del trabajo y que acabará por conducir a la guerra de 1939-1945, se abren en nuestros países espacios para que comience un proceso de indus­trialización, cuya contrapartida es la creación del mercado interno, el cual impacta a la diferenciación de las clases y la toma de conciencia por éstas de sus intereses. Los movimientos de clase media y de la clase obrera im­pondrán nuevas alianzas sociopolíticas, radicalizando las contradicciones entre la oligarquía agrocomercial y la burguesía industrial y llevando a nue­vos tipos de Estado, en la mayoría de los casos, basados en el nacionalismo y en pactos sociales menos excluyentes.
[7]
Paralelamente, se intensifican las relaciones comerciales y políticas entre los países de la región, soporte necesario para un concepto autónomo de latinoamericanismo. Hasta entonces, la idea de Latinoamérica se había esbo­zado desde Europa, en tanto que simplificación apta para un esquematis­mo ignorante, tanto por parte de los sectores dirigentes como de la izquier­da. No por acaso la Internacional Comunista, al plantearse la cuestión co­lonial, eludirá el estudio particular de nuestros países y preferirá abordarlos como integrantes de lo que llama la China del extremo occidente. En otra perspectiva, la concepción del subcontinente como una verdadera región se formulará, desde Washington, en el marco de una política expansionista, inspirada en doctrinas como el pangermanismo o el paneslavismo, enton­ces en boga.
[8]
Pero esto va a cambiar. Valiéndose en buena medida del marxismo, aun­que no sólo de él, los intelectuales latinoamericanos tratarán de establecer sobre bases firmes una tradición original e independiente en la teorización de la región. Luego, se irá a la institucionalización de las ciencias sociales, en particular la sociología y la economía. En relación a la primera, ello co­rresponde a la emancipación de la disciplina, hasta entonces enmarcada en cátedras impartidas en los cursos de filosofía y de derecho. El primer paso lo da Brasil, con la creación de la Escuela Libre de Sociología y Política de Sao Paulo, en 1933. Para 1950, ese proceso se extiende a la mayoría de los países de la región, superando definitivamente la fase que Germani llama de "pensamiento pre-sociológico".
[9]
A partir de entonces, empiezan a producirse trabajos de alta calidad teó­rica y metodológica -de autores como, entre muchos otros, Florestan Fernandes, Gino Germani, Alberto Guerreiro Ramos, Pablo González Casanova- que marcan la madurez de nuestra teoría social. Paralelamente, en la economía se registran los notables aportes que harán los pensadores de la CEPAL y, luego, con carácter más interdisciplinario, los de la teoría de la dependencia.
La difícil gestación de una ciencia social crítica, centrada en la proble­mática de nuestras estructuras económicas, sociales, políticas e ideológicas, había finalmente concluido. A partir de allí, la producción teórica latinoa­mericana va a impactar, por su riqueza y originalidad, a los grandes centros productores de cultura, en Europa y Estados Unidos, revirtiendo el sentido del flujo de las ideas que había prevalecido en el pasado. Nuevas y ricas co­rrientes de pensamiento surgirán luego sobre ese suelo abonado, abriendo amplias perspectivas para la comprensión integral de nuestra realidad.
Problemas y perspectivas
Más de medio siglo de desarrollo de la sociología nos ha permitido crear en América Latina información y metodologías de investigación que, auna­das a una considerable masa critica, nos permite hablar de una sociología latinoamericana. Las jóvenes generaciones cuentan hoy con un valioso ins­trumento para hacer frente a los problemas que la vida nos está plantean­do. La recuperación, actualización y profundización de esa tradición teóri­ca las ponen en condiciones de interpretar este mundo nuevo y, más que eso, transformarlo.
Pero no todo son flores. La sociología, como disciplina científica, se ha ido especializando de manera creciente, para dar lugar a la sociología polí­tica, del desarrollo, de la cultura, del trabajo, de la información y muchas otras. Si esa especialización contribuye a adecuar y refinar el instrumental teórico-metodológico que se aplica al objeto de estudio, conlleva también el peligro de la pérdida de visión de la sociedad como totalidad y de la es­trecha interconexión que caracteriza a los fenómenos sociales. Se hace por ello necesario una sólida formación de base en la disciplina, antes de pasar a profundizar en las ramas particulares que de ella se derivan.
En la misma línea de razonamiento, y en sentido inverso a las razones que dieron origen a la sociología, es necesario restablecer sus vínculos con las demás ciencias sociales, en particular con la economía y la ciencia polí­tica. La formación de los jóvenes sociólogos debe necesariamente tomar en cuenta que lo que la sociedad presenta no son sino dimensiones de análi­sis, cuyo estudio admite hasta cierto punto la existencia de ciencias especia­les, como lo es la sociología, sin que ello implique perder de vista la nece­sidad de aspirar a una ciencia social total. El trabajo interdisciplinario atien­de, en cierta medida, a esa exigencia, pero no ataca la raíz del problema. Se impone, en la formación sociológica básica, recurrir a la filosofía y a la his­toria para asegurar de partida esa visión totalizadora, antes de enveredar por el camino de la especialización.
Queda por señalar que el sociólogo, por su campo mismo de trabajo, no puede dejar de asumir un compromiso con la sociedad: el de estudiarla pa­ra proponerle metas e instrumentos capaces de hacerla mejor y más feliz. Ello le plantea negarse a ser un mero agente de los grupos que someten las mayorías a Ja explotación y la opresión, para asumir decididamente el par­tido de esas mayorías.
Hacerlo implica comprometerse con un desarrollo económico orienta­do a satisfacer las necesidades materiales y espirituales de nuestros pueblos, y a la democracia, en tanto que régimen capaz de asegurarles la realización plena de su humanidad. La humanidad, decía Max Scheller, no es un pun­to de partida, sino de llegada. Sólo el esfuerzo solidario, la búsqueda per­manente de valores realmente sociales, susceptibles de ser compartidos por todos, y la lucha sin tregua contra la desigualdad y la injusticia, nos permi­tirá finalmente alcanzarla.
La sociología no podría encontrar una razón de ser más válida, ni los jó­venes que se dediquen a ella una tarea más noble.

[1] Cfr. mi ensayo "Razón y sinrazón de la sociología marxista", en Bagú, S., y otros: Teoría marxista de las clases sociales, México, UAM-Iztapalapa, 1983, pp. 7-22.

[2] El concepto de pensamiento reflejo fue formulado por Guerreiro Ramos, A., y desarrollado sobre todo en A reducáo sociológica, R/o de Janeiro, Instituto Superior de Estudios Brasileños, 1958. En un trabajo anterior, ese autor señalaba: "...la historia de las ideas y actitudes de los países colonizados re­fleja siempre los periodos por los que ellas pasan en los países colonizadores." E!proceso de la sociolo­gía en Brasil (Esquema para una historia de las ideas), Río de Janeiro, sin editor, 1953, p. 11.

[3] Bunge, C O., Nuestra América. Ensayo ae psicología social (IW5), cit. por Stabb, M. S., Améri­ca Latina en busca de una identidad. Modelos del ensayo ideológico hispanoamericano, 1890-1960, Caracas, Monte Avila, 1969, p. 28.
[4] Ingenieros, J., Crónicas de viaje (1919), cit. por Stabb, op. cit, p. 50.
[5] Así, en Argirópolis, Sarmiento afirmaba: "La emigración del exceso de población de unas nacio­nes viejas a las nuevas, hace el efecto del vapor aplicado a la industria: centuplicar las fuerzas y pro­ducir en un día el trabajo de un siglo. Así se han engrandecido y poblado los Estados Unidos, así como hemos de engrandecernos nosotros...", añadiendo: "El norteamericano es... el anglosajón exento de toda mezcla con razas inferiores en energía". Cit. por Zea, L., El pensamiento latinoame­ricano, Barcelona, Ariel, 1976 (la. ed., 1965), pp. 146-148.
[6] Martí, J., "La verdad sobre Estados Unidos", cit. por Stabb, Op. Cit. p. 53.
[7] La Revolución mexicana de 1910 representa una excepción, por la importancia que tiene allí el campesinado, no así por la participación de las clases medias. Sus frutos se verán, de hecho, en las dos décadas siguientes.
[8] Cfr. el capítulo IV de mi libro América Latina: democracia e integración, Caracas, Nueva Socie­dad, 1993.

[9] Germani, G., La sociología latinoamericana. Problemas y perspectivas, Buenos Aires, EUDEBA, 1964, pp. 19ss.

1 comentario:

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